Caminamos juntos por el parque, Marta y yo. El chaval corretea a nuestro alrededor. Es perfecto. Miro al resto de niños y los comparo con Alejandro. Todos parecen clones fallidos de un molde equivocado. Observo las caras de sus madres, agotadas. La mayoría de ellas tiene una expresión mustia, apagada, infeliz. Ya nada es como antes. Todas recuerdan mejores tiempos en sus vidas, cuando sus maridos, novios, chicos o amantes llegaban a casa y, casi sin preguntar qué tal había ido el día, se tiraban en la cama, en el sofá o en el suelo y hacían el amor mirándose a los ojos. De todo eso hace ya más de diez años y comienzan a preguntarse qué les llevo hasta ese punto de sus vidas.
Sin embargo Marta y yo paseamos fuera de toda esa problemática. Comprendo que acabamos de conocernos, pero reconozco en ella un rayo de inteligencia que no había observado hasta el momento en ninguna otra persona, excepto en los ojos de mi querida madre.
Al acabar el paseo decido acompañarles hasta su casa. Ella, al principio, parece algo aturdida con la proposición, pero cede cuando le comento que si lo desea puedo irme por donde he venido. De camino charlamos sobre temas de actualidad. Me comenta que está algo asustada por la oleada de asesinatos que está ocurriendo en la ciudad. La idea de que un psicópata asesino ande suelto le pone nerviosa. La tranquilizo. No tiene nada que temer mientras yo esté a su lado. Se lo prometo. A Alejandro tampoco le pasará nada. Ella me mira con ojos alegres, agradecidos. Piensa que no seré capaz de cumplir lo que digo. Aún así me sonríe y me da las gracias. Llegamos al portal de su casa. No espero que me invite a subir. Ella también sabe que yo no aceptaría una petición así. Soy un caballero. Todo tiene su momento. El chico se da media vuelta. Se dirige a los ascensores. Ella me mira directamente a los ojos. Se acerca a mí y besa mis labios.
No estoy lejos de mi casa. Ando por la calle, mirando a la gente. Yo siempre observo. Veo la mediocridad en todo lo que me rodea. Paso cerca del parque. Vuelvo a ver a varias madres con sus hijos. Vuelvo a observar sus rostros cansados. Vuelvo a meterme en sus mentes, casi vacías de inteligencia. Busco algún padre con la mirada. Sólo veo un par. El resto seguramente estará en sus casas, o en algún bar de la zona, viendo la televisión, bebiendo cerveza y emitiendo gruñidos de satisfacción cada vez que una chica joven se atreve a atravesar el umbral de la puerta del respectivo garito. Después llegarán a sus casas hambrientos de sexo e intentarán tirarse a sus mujeres. O a la del vecino de al lado, que seguramente será más joven, estará más buena y no le dolerá la cabeza. Joder, yo no quiero llevar esa vida tan patética. No pienso hacerlo. Yo no.