Día 44

Despierto. Un conocido soniquete penetra en mis oídos. Oigo sonar mi móvil. Dejo que suene durante varios segundos. Miro el reloj. Son las nueve de la mañana de un domingo. Joder, ¿quién coño será a estas horas? El teléfono sigue insistiendo en su llamada. Espero que deje de sonar para poder seguir en la cama, tranquilo. Por fin, el silencio.

No han pasado ni dos minutos cuando vuelvo a escuchar la incesante melodía. Me levanto. Camino hasta el salón. Busco el móvil. Está tirado en el suelo, junto a una botella de vino vacía. Mi cabeza está a punto de estallar. Siento ganas de vomitar. Recojo el móvil. En la pantalla del teléfono no puedo ver quién llama. No se muestra ningún número. En cambio veo un texto: «Número desconocido». Odio este tipo de llamadas. Náuseas. Todo gira alrededor. Me siento en el suelo, junto a la botella vacía. Respondo a la llamada.

–¿Diga? –Respondo, con mi voz ronca, de resaca.

–Vaya maestro, pareces algo cansado. Tienes mala voz -la voz que suena al otro lado del teléfono es la de un hombre, grave, seguro de sí. Es Judas.

–Maldito cabrón. ¿Cómo coño has conseguido este número?

–Maestro, eso no es importante ahora. No obstante te diré que es increíble lo que se puede llegar a conseguir con algunas llamadas y algo de imaginación.

–¿Quién eres? ¿Qué coño quieres? –Mi voz es ahora seca, dura. Deseo matar a ese hombre. Atravesarle con mi cuchillo y acabar con esta pesadilla para siempre.

–Tendrás oportunidad de conocer a tu discípulo, si así lo deseas.

La idea de verme las caras con él consigue despejarme un poco. La conversación es breve. Me dicta una dirección y una hora. Esta tarde, a las ocho. Recuerdo que en esta época del año comienza a anochecer a las seis y media, más o menos. Así que será una cita en un parque alejado del bullicio, con la oscuridad ocultándonos. Seguro que es un truco. El muy cabrón es listo. Lo prepararé todo. Esta vez seré yo quien te atrape a ti, Judas. Me suplicarás clemencia. Pedirás perdón.

Hacia las cinco de la tarde me presento en el parque. Hemos quedado en unos bancos, cerca de una conocida estatua. Hay mucha vegetación alrededor. No hay demasiada gente. Llevo una pequeña mochila con un libro, un periódico y un par de cuchillos. Esta vez no cometeré el mismo error. Observo la zona. Decido dejar la mochila detrás de unos arbustos, junto al camino. Justo detrás de los bancos. No parece visible a simple vista. Afortunadamente se trata de una zona poco transitada. Algún deportista corriendo pasa cerca mientras coloco mi mochila, pero ni se molesta en mirarme. Está más ocupado intentando parecer un tipo en buena forma física.

Antes de colocar la bolsa en su sitio, saco el libro. Me siento en uno de los bancos. Tengo casi tres horas por delante. Un par de horas de luz y luego la oscuridad. Comienzo mi lectura. Una pareja pasea por allí. Van cogidos de la mano. Encantador, pienso irónicamente. Al verme parecen contrariados. Seguramente querían estar un rato solos, allí. Son jóvenes. Se desean. Deberán ir a meterse mano a otra parte.

Pasan las horas, lentas, agonizantes. Por fin oscurece. Miro el reloj. Falta casi una hora para mi cita con Judas. Ya no puedo seguir leyendo. La mortecina luz de una farola cercana no es suficiente para continuar mi lectura. Cierro el libro. Permanezco allí sentado, a la espera. Hace ya mucho rato que no pasa nadie. Ni parejas, ni deportistas. Dejo pasar el tiempo.

Son casi las ocho de la tarde. La temperatura comienza a bajar. A lo lejos, por el camino, veo la figura de un hombre. Mis músculos se tensan. Me levanto. Me acerco a un lado del camino. Permanezco de pie. No aparto la mirada del arbusto tras el que escondí mi bolsa con los cuchillos. El hombre camina hacia mí, despacio, atemorizado. Por fin llega a mi altura. Me mira. Los dos permanecemos en silencio unos segundos.

–Hola, maestro –dice con un extraño tono de voz. Se trata de un hombre moreno, delgado, no demasiado alto. No parece un tipo fuerte. De un vistazo observo que no hay nadie alrededor.

–Te imaginaba distinto, Judas.

–Escucha…–antes de que continúe hablando me lanzo sobre él. Golpeo su cara con todas mis fuerzas. Parece sorprendido. ¿Qué coño te piensas que ocurriría? Intenta zafarse de mí, pero vuelvo a golpear con todas mis fuerzas. Una y otra vez. Cae al suelo, medio atontado. La sangre mana a chorros de su boca. Le oigo balbucear. Creo que intenta decirme algo.

Me levanto. Él permanece en el suelo, con los ojos cerrados. Intenta incorporarse. Le doy una patada en la cabeza. Vuelve a derrumbarse. Creo que esta inconsciente. Sin apartar la vista de ese deshecho humano recojo mi mochila. Saco uno de los cuchillos. Vuelvo a mirar a ambos lados. No hay nadie. Me acerco a él. Empieza a despejarse. Abre los ojos.

–Espera, por favor.

Hundo mi cuchillo en su pecho. Le observo abrir los ojos. Le miro. Cierra los ojos lentamente. Extraigo el cuchillo. Un chorro de sangre sale de la herida y luego nada. Por fin su corazón deja de latir. Me levanto. Limpio el filo de mi arma con su ropa. Lo guardo en mi bolsa. Camino hacia la salida del parque. Una leve sonrisa se dibuja en mi rostro.

Una hora después llego a mi casa. No hay notas en el buzón. Tampoco ninguna debajo de la puerta. Te he matado, Judas. Esperabas otra cosa de nuestro encuentro, pero yo te he matado. Me siento tranquilo en mi sillón. Por fin soy un hombre libre. Comienzo a pensar en todo lo que ha pasado. A pesar de mi felicidad hay algo en todo esto que no me cuadra. No veo el fallo, pero una extraña sensación de miedo vuelve a crecer en mi interior.

Suena el teléfono. Extrañado, miro la pantalla. Es un número desconocido. Lo sé. Lo sé antes de descolgar. Mierda. Descuelgo.

–Diga –susurro.

–No esperaba menos de ti, maestro. Pero ese pobre hombre no tenía culpa de nada -su voz. Otra vez su voz. No puede ser. Rabia. Odio. Grito de desesperación a la vez que lanzo mi teléfono contra el suelo con todas mis fuerzas. Pequeñas piezas saltan del móvil roto mientras caigo desesperado al suelo. Maldito seas, Judas.